Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no están
cubiertos de las implacables capas, la cercanía con la presencia humana nos
sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro quien siempre nos salva. Y si
hemos llegado a la edad que tenemos es por que otros nos han ido salvando la
vida, incesantemente.
A los años que tengo hoy, puedo decir, dolorosamente, que toda vez que nos hemos perdido un encuentro humano algo quedó atrofiado en nosotros, o quebrado. Muchas veces somos incapaces de un genuino encuentro porque sólo reconocemos a los otros en la medida que definen nuestro ser y nuestro modo de sentir, o que nos son propicios a nuestros proyectos. Uno no puede detenerse en un encuentro porque está atestado de trabajos, de tramites, de ambiciones. Y porque la magnitud de la ciudad nos supera. Entonces el otro ser humano no nos llega, no lo vemos. Está más a nuestro alcance un desconocido con el que hablamos a través de la computadora.
En la calle, en los negocios, en los infinitos trámites, uno sabe -abstractamente- que está tratando con seres humanos, pero en lo concreto tratamos a los demás como a otros tantos servidores informáticos o funcionales. No vivimos esta relación de modo afectivo, como si tuviésemos una capa de protección contra los acontecimientos humanos “desviantes” de la atención. Los otros nos molestan, nos hacen perder el tiempo. Lo que deja al hombre espantosamente solo, como si en medio de tantas personas, o por ello mismo, cundiera el autismo.
A los años que tengo hoy, puedo decir, dolorosamente, que toda vez que nos hemos perdido un encuentro humano algo quedó atrofiado en nosotros, o quebrado. Muchas veces somos incapaces de un genuino encuentro porque sólo reconocemos a los otros en la medida que definen nuestro ser y nuestro modo de sentir, o que nos son propicios a nuestros proyectos. Uno no puede detenerse en un encuentro porque está atestado de trabajos, de tramites, de ambiciones. Y porque la magnitud de la ciudad nos supera. Entonces el otro ser humano no nos llega, no lo vemos. Está más a nuestro alcance un desconocido con el que hablamos a través de la computadora.
En la calle, en los negocios, en los infinitos trámites, uno sabe -abstractamente- que está tratando con seres humanos, pero en lo concreto tratamos a los demás como a otros tantos servidores informáticos o funcionales. No vivimos esta relación de modo afectivo, como si tuviésemos una capa de protección contra los acontecimientos humanos “desviantes” de la atención. Los otros nos molestan, nos hacen perder el tiempo. Lo que deja al hombre espantosamente solo, como si en medio de tantas personas, o por ello mismo, cundiera el autismo.
Ernesto Sábato.
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