No era difícil llegar al caserón de Ramos
Mejía, primero el tren Sarmiento, bajar en la estación y atravesar una parte
del barrio a pie, perdiendo la mira en la arboleda, las casas prolijamente
acomodadas, el sol del mediodía.
Esteban disfrutaba el paseo
previo a su llegada, las canciones dando vueltas, la sonrisa de Laura en su
memoria, todo consistía en permitirse el momento, dejar una vez más que lo bese
el recuerdo.
Cada partida de ella amanecía en él un dejo
de abandono, más allá del amor intermediario, de la espera constante a su
regreso, y no podía hacer más, cada intervalo a su abrazo perfumado no generaba
más que pausas, datos inconclusos, contáme como van los días, abrigate, no
sabés el vaivén de papeles que hay en la oficina.
Nunca fue amante fiel de las caras largas,
ni de los silencios afilados, pero cada nuevo viaje lo empujaba a lugares
incómodos, poco generosos.
La rutina de los días era su compañía, la
expectativa de un llamado o carta con noticias de un nuevo pueblo, la belleza
del lugar, el abandono de los funcionarios de turno, te quiero, esperáme que
falta menos.
Como si fuese fácil derrumbar el reloj y
dominarlo a su antojo, como si fuese posible continuar andando sin el alimento
funcional.
Él lo sabía, conocía ese lugar, por eso
el silencio impostor ante cada despedida (porque era siempre una nueva
despedida) y cada llegada era la antesala de un nuevo hasta la vuelta, no me
olvides.
El tiempo, los libros, la ciudad, le
sugirieron llevar un cuaderno en su bolso ligero, la escritura como cobijo,
lejos del escándalo de lo cotidiano, ochenta y cuatro hojas rayadas, palabras
como rifles de combate.